jueves, 28 de febrero de 2013

COSAS Y CASOS


  Tengo que correr, no puedo parar ni un segundo. Voy por la calle a toda velocidad, empujando a quien quiera que se me ponga en el camino. Jóvenes, abuelas, niños, no hago distinción ninguna. Cualquier cosa por llegar cuanto antes a la guest house donde me alojo y cagar. Así es. Tengo una necesidad tan grande de soltar el lastre que no puedo detenerme ni un segundo. Ni siquiera para pedir perdón a la abuela que llevaba la bolsa de la compra y se ha caído al suelo a causa de mi empujón. Mi mierda aprieta con una fuerza desproporcionada, causándome un intenso dolor de barriga similar al de diez puñaladas en mi interior. Me pregunto si así se sentiría la madre de nuestro presidente antes de parir.
  Por fin llego. Echo el pestillo de la puerta del retrete y sale a presión el montón de mierda que llevo dentro. Sale mierda y más mierda, no puedo parar y una desagradable sensación recorre todo mi cuerpo al notar que el montón de mierda toca mi culo. Mierda. Pero no puedo hacer otra cosa que continuar cagando, no puedo contenerme. Cuando todo el espacio del interior del retrete ya está ocupado por mi gran cagada noto como mi cuerpo empieza a elevarse, mis pies se despegan del suelo y asciendo poco a poco hasta tocar el techo, apoyado en la torre que está formando mi mierda. Pero la fuerza no para, y me empuja más y más. Mi espalda doblada hace tal presión en el tejado que quiebra la madera y sigo subiendo. Me siento como si estuviera en mi particular torre de Babel, que me lleva a la supremacía. Veo como las personas que pasean por la calle se alejan, pero sin perder nitidez. Ahí abajo siguen con sus vidas como si nada hubiera pasado, mi particular torre de mierda debe ser imperceptible a sus ojos. Cuando paro de ascender, estoy encima de tan alta torre que se tambalea a los lados. A esta altura, sin duda, mi caída sería mortal. Cuando consigo mantener el equilibrio, y que la torre esté estabilizada, observo las vistas que me ofrece. Una perspectiva súper amplia y nítida, algo casi surreal.
  A un par de calles veo a un gordo alemán que lleva a una niña tailandesa de unos doce años de la mano. Y no parece ser su hija adoptiva. Veo este país y los que están más allá. Y en todos veo niños esclavos en talleres y niñas sin salida empujadas a trabajar las calles. Y veo a la dulce resistente que engordó expresamente al llegar a la pubertad para evitar ese destino. En el país vecino, veo a un turista norte americano, sentado en la terraza de un café, hablando orgulloso de su patria, mientras, pasa por la calle un chico pidiendo limosna, con una pierna desaparecida al pisar una mina de las colocadas durante la guerra de Vietnam. Veo degradación de la persona allá donde mire. Veo grandes líderes espirituales manipulando masas mientras se enriquecen. Veo empresas causar la destrucción total del medio ambiente, que es lo que nos da vida, a cambio de maximizar beneficios. Veo mafias, y veo corrupción. Y hablando de corrupción, desde aquí también veo “mi país”. Entrecomillo, pues no siento en absoluto que yo le pertenezca. Y veo en él a los patriotas orgullosos de su bandera. Un gran país cuyos ciudadanos se muestran orgullosos de pertenecer. Con un glorioso pasado, dicen. Protagonistas de uno de los más grandes, sino el que más, genocidios de la historia. Con grandes deportistas, dicen. Deportistas motivados por un gobierno que permite e incentiva sus lujosas vidas mientras deja a su pueblo sin recursos, sin casa, sin educación, sin salud. Con un buen clima dicen. La única cualidad indiscutible que es fruto única y exclusivamente de la casualidad. O de alguna divinidad que vive más allá de Plutón, que cogió la península ibérica y la colocó allí en el origen de los tiempos.
  Y a aquellos que dicen que ser español es un honor y un orgullo que no tiene precio, siento decirles que, ahora si lo tiene. Exactamente 160.000€.

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