domingo, 5 de mayo de 2013

Un día de suerte


Me levanto fresco, bajo las escaleras de la cabaña de bambú dónde me hospedo, me acerco al bar y pido una apetitosa ensalada de fruta con yogurt y cereales muesli. Mi desayuno favorito cuando no lo preparo yo, y además me sale barato. Acto seguido vuelvo a la cabaña, y me encierro en el retrete. Me siento y, sin molestia ninguna, suelto un mojón grande y duro. Uno de esos que ni siquiera te ensucia el ojete. Lo que yo llamo un “perfect”. Sé que tal vez parezca una información irrelevante, pero cuando llevas tres o cuatro días con molestias estomacales y giñando en plan aspersor con grumos, el hecho de echar una cagada dura y sana, creedme, se vuelve relevante. Tanto que me hace pensar que hoy va a ser mi día de suerte.
  Al rato llegan tres camboyanos con pinta de campesinos, desdentados y con las ropas sucias. Traen las dos motos de alquiler que hemos solicitado en recepción para viajar los tres, yo y mis dos amigos con quienes me he encontrado hace unos días aquí, en Kampot. La parte de mi cerebro dedicada a las frustraciones y sensación de impotencia al leer noticias sobre España es pequeña. A penas un eco al fondo de mi córtex cerebral.  
  ¿Había dicho mi día de suerte? Sería la suerte de otro. Nada más subirme a la moto, con mi amigo Estefan montado atrás, engancho una piedra con la rueda, pierdo el control, y caigo al suelo. Estefan, víctima de mi torpe movimiento, cae encima de mí intensificando el golpe que me he dado en el pecho al chocar contra una dura roca. Pero bueno, todo está bien. Tras comprobar que no tenemos más que algún rasguño, nos limpiamos las heridas y decidimos ejecutar nuestro plan de subir la montaña con las motos. Aunque claro, Estefan decide ir montado atrás en la moto que conduce Tomas, el tercer elemento. En este momento entiendo que inspira mucha más confianza que yo.
  Nos vamos los tres montaña arriba, notamos como la agobiante temperatura propia del clima tropical va descendiendo conforme vamos ascendiendo en altitud. Pasamos de un caluroso verano a una agradable y fresca primavera en cuestión de aproximadamente una hora. Paramos en un mirador desde dónde podemos apreciar cómo se extienden vastos bosques tropicales a nuestros pies. A nuestras espaldas vemos a un equipo de trabajo pintando una escultura de Buda gigante. Tras tomar un par de fotos, continuamos con nuestro trayecto montaña arriba. La carretera está en especialmente buen estado considerando que nos encontramos en Camboya. Cuando llegamos a la cima entendemos el por qué. A kilómetros de cualquier población, en medio de algo parecido a nada, nos encontramos un gran hotel de lujo, claramente proyectado por inversiones chinas para el disfrute de las clases más apoderadas. Y decidimos entrar nosotros. Con nuestras pintas de hippies, sucios, y con nuestras heridas todavía frescas no pasamos desapercibidos al entrar. Y, teniendo en cuenta que somos de los pocos blancos que se dejan ver por el lugar, pasaríamos más desapercibidos en una escena de “The walking dead” que en el interior de ese hotel. Vemos que hay un casino y decidimos entrar. Cambiamos diez dólares cada uno para jugarlos en la ruleta. Decido ir a por una apuesta relativamente bastante probable, que aunque vaya a ganar poco, intento incrementar al máximo la posibilidad de no perder con mis fichas. Por eso de jugar más rato. Apuesto todo entre los dos primeros tercios y los números pares. La ruleta nos tiene en tensión unos segundos hasta que la pelotita se detiene en el número treinta y uno. Pierdo todas mis fichas. Como había dicho, hoy no es mi día de suerte. Pero observo el número treinta y uno en la mesa y veo que tiene una ficha, Estefan es el afortunado que convierte sus diez dólares en setenta. Salimos al bar restaurante del hotel y nuestro amigo ganador nos invita a los otros dos a comer Sushi.
  Cae la tarde y decidimos volver a nuestros bungalós. Bajar la montaña de vuelta. De repente me siento especialmente cómodo en la moto, ya he perdido totalmente el miedo que había adquirido al caer, he recuperado la confianza en mi conducción. Justo en ese momento en el que parece que todo va a ir sobre ruedas, noto el reventar de la trasera de mi moto. ¿He dicho ya que no era mi día de suerte? Tras debatir durante unos minutos que hacemos al respecto, y descartar, por suerte, la opción de que Tomás baje con la moto y vuelva con un mecánico puesto que ya está anocheciendo, decidimos parar a alguien a ver si nos puede ayudar. Aunque no es que la carretera esté muy transitada. Pero por suerte parece la hora de finalizar la jornada para los obreros de la zona, y se para un camión con de carga enorme en la que viajan unos diez trabajadores camboyanos, pero vacío de material. Por señas, pues ninguno allí tiene ni idea de inglés, les explicamos nuestro problema. Comprensivos, agarran la moto y la suben a la carga amablemente. Estefan, víctima de mis infortunios, decide subirse al camión y acompañarme en la odisea. Tomás nos sigue con su moto durante un buen rato, hasta que le perdemos de vista. No sabemos si nos ha adelantado o se ha quedado atrás. Más tarde nos cuenta que se quedó sin gasolina y tuvo que empujar la moto durante largo rato hasta encontrar a alguien que le vendiese un poco. Tampoco fue su día de suerte.
  Tras más de una hora subido a la moto subida a la carga del camión, llegamos al pueblo. Nos dejan al lado del mecánico y nos ayudan a bajar la moto. Da gusto encontrase a gente así. Les damos un par de dólares a cada uno, una cantidad que a nosotros nos suena a miseria, pero que a ellos les cuestan unas cuantas horas de trabajo ganar, y se separan de nosotros con una sonrisa. Arreglamos la moto y nos reunimos de con Tomás de vuelta a los bungalós dónde nos hospedamos. Cenamos, cerveceamos, comentamos la jugada y nos vamos a dormir al final de un día de suerte… de otro.